Ludwing Börne
El descrédito de la seriedad Vivimos quizá una época histórica en la que hemos visto cómo grandes utopías han quebrado. Ahora, se mantiene vigente más bien –como señala José Antonio Marina– una utopía sin pretensiones, que había permanecido latente, oscurecida por la prepotencia de las demás.
El hombre de hoy se siente cómodo en un ambiente poco agresivo, tolerante, en el que los individuos, más liberados de la influencia de los demás, se disponen a probarlo todo. Se ha abolido lo trágico y se navega con soltura en una mentalidad divertida, no comprometida, devaluadora de lo real.
El siglo XX, que ha sido, posiblemente, el más sangriento y trágico de la historia, justifica el descrédito de la seriedad, porque en el origen de esas grandes tragedias aparece siempre alguien que se tomó algo demasiado en serio, fuese la raza, la nación, el partido o el sistema.
La sociedad desconfía, con razón, de todo fanatismo. Hay un valor máximo, que es la libertad, y el resto son procedimientos para conseguirla. Le cuesta admitir cualquier afirmación sostenida con vigor. Cualquier norma excesivamente definida le asusta. Prefiere el vagabundeo incierto, el buen humor. Y odia los tonos regañones o gruñones. Es como si una consigna tácita nos ordenara no tomar nada demasiado en serio, ni siquiera a nosotros mismos.
Es cierto que hay que reconocer grandes conquistas a esta mentalidad que acabamos de describir. Entre otras cosas, haber barrido a toda una fauna de personajes autoritarios, todos bastante ridículos y prepotentes.
Ahora puede decirse que, por fortuna, el autoritarismo ha quedado muy devaluado. Es preciso reconocerlo y celebrarlo.
Sin embargo, la actitud de levedad con que algunos han reaccionado frente al antiguo autoritarismo, trae consigo frutos muy diversos: pretende fortalecer la personalidad, pero acaba, sin embargo, propugnando una personalidad débil y diluida; en vez de exaltar la creatividad, que es lo que pretendía, engendra un sujeto errático y pasivo. No puede olvidarse que:
La huida de la realidad convierte al hombre en simple espectador de su vida.
Y cuando se pretende eludir el compromiso, se elude la realidad, porque la vida está llena de compromisos: compromisos en el plano familiar, en el profesional, en el social, en el afectivo, en el jurídico y en muchos más. La vida es optar y adquirir vínculos. Quien pretenda almacenar intacta su capacidad de optar, no es libre: es un prisionero de su indecisión.
Saint-Exupéry decía que la valía de una persona puede medirse por el número y calidad de sus vínculos. Por eso, aunque todo compromiso en algún momento de la vida resulta costoso y difícil de llevar, perder el miedo al compromiso es el único modo de evitar que sea la indecisión quien acabe por comprometernos. Quien jamás ha sentido el tirón que supone la libertad de atarse, no intuye siquiera la profunda naturaleza de la libertad.
Marco Aurelio –que además de un gran emperador fue un gran escritor y gran maestro– decía que la persona está constituida por los valores en los que cree, que imprimen en su rostro la huella de su nobleza o de su vulgaridad. Aseguraba que el alma se tiñe de las imágenes que en ella se forman, y que por ello:
El valor de cada cual está en estrecha relación con el valor de las cosas a las que ha dado importancia.
Es tal vez la intuición más fulminante de la esencia de un hombre, la clave para leer su historia y su naturaleza. Somos lo que creemos. Lo que albergamos en nuestra mente nos marca de manera indeleble. Se imprime en nuestras facciones y en nuestros gestos. Se convierte en nuestra manera de ser.