Por Enrique Cases
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La persona humana quiere y puede ser feliz. Es conocido el dicho de San Agustín de que cualquier hombre al preguntarle si quería ser feliz, inmediatamente respondía que sí.También son conocidas las respuestas de los griegos para ser feliz desde el epicureísmo con su hedonismo moderado, hasta la mística dionisíaca con el placer desenfrenado, sin importar nada de nada. La mayoría, sin embargo, pretende una moderación. Éticas más depuradas como la de Aristóteles unen la felicidad al bien. Platón muestra una vía de progresión y superación hasta llegar a la contemplación de la Verdad y del Bien que llena de felicidad, como ya había adelantado Sócrates.
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En nuestros tiempos no hay diferencias sustanciales. Sin embargo conviene que empecemos diciendo que la felicidad no es el fin del hombre, sencillamente porque es una consecuencia del fin que es amar eternamente. Aldous Huxley en su Mundo feliz, tecnológicamente perfecto, muestra lo profundamente infeliz que puede ser el hombre en la sociedad tecnológica, aunque no se prive de ningún capricho, ni progreso para satisfacer su ego y su sensualidad. Describe ironías desesperanzadas, que a él mismo le llevaron al suicidio años después.
Todo lo que no es amor verdadero acaba en insatisfacción y frustración, aunque, si se consigue algo de placer pueda reaccionarse con risas y desprecios, pero el placer siempre es efímero, y la felicidad pide duración, pide que desaparezca la amenaza de acabarse y desaparecer o morir, que de momento, es el signo de lo terreno. San Agustín lo dice en palabras inmortales: “nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Santo Tomás siguiendo la estela de Aristóteles, pero con un conocimiento de Dios muchísimo más profundo, analiza lo que puede hacer feliz al hombre de un modo riguroso y llega a que sólo se encuentra en el Bien absoluto que es Dios.
Sin embargo, es patente que en nuestros tiempos se entrecruzan continuamente dos corrientes, una pesimista y otras que no podemos llamar optimistas, sino desencantadas, que quiere disfrutar ahora y rápido en lo que sea. Equivale al suplicio de Tántalo el hijo de Zeus que incurrió en un acto de locura al ofrecer en un banquete la carne guisada de su hijo, Pélope. Tántalo es castigado en lo más profundo del reino del Hades, está condenado a sufrir terrible hambre y sed, encadenado bajo árboles frutales y junto a un río. Pero los árboles crecen cuando él estira sus manos hacia ellos y el río desaparece cuando se agacha a beber. Algo así ocurre en las propuestas de felicidad imposible de los materialismos o de las éticas sin Dios, ambas actitudes tienen la misma raíz de desconocimiento de lo que es la persona humana.
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En ambientes no cristianos... la situación es mucho menos halagüeña. Los animistas se mueven en el temor, y la hechicería hace estragos, como se puede observar en el vudú y otras supersticiones. En los lugares donde hay castas y la asombrosa creencia de la reencarnación, se deja a multitudes en la indigencia, pues “algo habrán hecho” en su vida anterior. La meta del budismo es la indiferencia, tan lejana al amor. En los panteísmos –la gran tentación del hombre; el materialismo es un panteísmo al revés– el destino es fundirse en un todo, que más bien es nada. El confucianismo en su sentido del deber y del honor tiende también a formas de puritanismo con sus ventajas y desventajas. El irracionalismo tipo New Age oscila entre el desenfreno y el suicidio o amor a la muerte.
Los nihilismos heideggerianos y sartrianos asumen las angustia y el vivir para la muerte como desaparición, lo que no es nada feliz. El nihilismo regocijante del posmodernismo da pie a una nueva forma de los libertinos. Y la mística dionisíaca propugnada amargamente por Nietzsche es también ambivalente. Su vivir alegre es por definición efímero con una máscara de fiesta que esconde inquietud y saberse derrotado antes de empezar; por ello intentan no pensar más que en un “ahora” que continuamente está pasando, dejando ruinas alrededor. La droga sería su fruto necesario, si no fuera por una agradecida incoherencia con el pensamiento.
Los problemas, se quiera o no, se repiten, y cuando no se tiene una idea cabal del hombre como persona, meten en callejones sin salida. Si, además, la noción de Dios es deformada se hace necesaria una regeneración intelectual por la vía del hombre como orante que busca con sinceridad. La esperanza sólo es posible con Dios que llama al hombre a su intimidad y su vida. La confianza en el placer, honor, fama, etc., como fuentes de felicidad es volátil ya que contiene nada más nada; por lo tanto, poner en ellas todo el deseo aleja de la felicidad.
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La alegría es conmoción del corazón, gozo en la contemplación, emoción ante la belleza, éxtasis, que, en sus muy diversos grados, permite salir del pozo del yo cerrado del egocentrismo, para paladear el amor de dar, de darse, de dar ser, de vivir en kairós que es preludio de la eternidad como perfecta vida plenamente poseída. ¿Es el cielo? No, ciertamente. Pero lo anuncia. Además, se hace compatible con el dolor en la situación terrena, no se trata de la salud, siempre precaria, sino de superar lo más adverso en su realidad, como veremos, en el ser doliente.
La tristeza es pantanosa, oscurece el alma, paraliza, lleva a decisiones de huída o de ira, es amarga. Cierto que existe una tristeza positiva en cuanto duele el mal objetivo que está ante los ojos, pero ésta es una tristeza amorosa, un dolor de amor, que es como una perfección, una compasión de padecer con quién amo y sufre. En el fondo no hay amargura, sino paz en una paradoja de experiencia constante.
La alegría es fruto de amar y ser amado. Surge de la contemplación de la verdad. Necesita el acompañamiento del cuerpo, aunque no siempre. Es dilatación del alma, es esponjamiento ante la sinceridad. Es necesario vivir en alegría, pero es un fruto y una conquista del hombre verdaderamente libre. Al elevar el alma a Dios comprende la realidad y asume la dificultad, también cuando es dolorosa. La superación de las heridas del alma -resentimientos, rencores, inquietud corporal, torpeza de la mente, ociosidad, se superan por la esperanza que hace vibrar el alma, por la libertad que quiere superarse, por el amor que espera más amor, por la lucha en lo que parece pequeño a los ojos semicerrados por el egotismo.
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Pero podemos ir más lejos. Es cierto que los sentidos pueden dar un cierto grado de felicidad en tanto proporcionan placeres moderados, pues cuando hay exceso de luz, de gusto, de tacto, de olor, de sonido producen dolor. Pero además, el placer de los sentidos es corto y volátil. Muchas veces se busca y no se encuentra, o se escapa como el gorrión en la mano. La imaginación y la memoria pueden proporcionar también un cierto grado de felicidad, pero muy unido a los placeres físicos, con el inconveniente que son más irreales, aunque sean muy fantásticos. La contemplación intelectual de la verdad proporciona verdadero gozo, más que placer, ahí sitúa Platón el ascenso a que conduce su ética liberándose de los engaños del cuerpo-cárcel, pero es ideal, no real, y nunca se puede abarcar toda la verdad, además de ser un camino costoso. Saber algunas cosas en esta tierra produce dolor y pena. La voluntad es atraída por el bien y goza más intensamente que la inteligencia porque lo posee, más que mirarlo o contemplarlo, además se hace buena al querer con un acto que ya es amor más que teoría.
Pero la raíz de la felicidad está en la intimidad del ser humano. El acto de ser que constituye la persona es la fuente del amor verdadero y el principal receptor. Se ama a alguien, no a su cuerpo, o su inteligencia, o su dinero. En un primer momento la felicidad brota del interior, de saberse vivo, de dar, de darse y dar ser como hemos dicho varias veces. Y eso es compatible con contrariedades externas. Amar hace feliz, aunque no haya correspondencia, como puede ser el amor a un subnormal profundo, o a un moribundo, o a un niño. Pero más aún si es correspondido. Saberse amado, no como un objeto de uso, hace feliz, permite la compenetración, el regalo mutuo, la comunión de personas, la amistad en sus mil formas.
El goce supremo va más allá aún: se trata que el amor comience en quién tiene más capacidad de dar y de darse y cada uno corresponda en la medida de sus posibilidades. Evidentemente estamos hablando de Dios, que en su Trinidad es Amante, Amado y Amador, y ama de una única y triple manera incondicionalmente, aunque el hombre se pueda cerrar a este amor. La vida feliz ya no es sólo una vida correcta y honesta, atemperada y sensata solamente, que lo es, ciertamente. Es mucho más, es beber en la fuente de la alegría sin restos de amor propio que pueden envenenar cualquier amor humano. La felicidad requiere humildad, como requiere amor. Requiere la presencia de la felicidad divina en el alma libre que la acoge y la irradia en todas las potencias humanas desde las más espirituales hasta las más sensibles; y en ese gozo laborioso y gracioso también irradia a los demás, que si no envidian –al modo de Judas a Jesús- se sentirán movidos a corresponder en una espiral de donaciones y de alegría honda.
El amor de Dios es muy distinto del humano en cuanto hace arder la esperanza, da gozo, pero se sabe que se gozará más y más, y para siempre hasta el colmo de la propia posibilidad y de una manera interpersonal amplísima. El amor humano, el generoso, está amenazado continuamente (vejez, achaques, falta de medios económicos, traiciones, locuras, y, sobre todo, la muerte que es el gran dolor de los enamorados). La esperanza de felicidad lleva a la escatología, sin la cual no se puede entender al ser humano. Dios promete al hombre que libremente quiera acoger el amor y la felicidad del cielo, la resurrección de la carne, la supresión de la muerte y con ella del mal en los nuevos cielos y la nueva tierra en su Segunda venida gloriosa. Así, aún en lo efímero y en la constatación de la persistente maldad en el mundo, pervive una esperanza que hace feliz en una realidad que tiene su garantía en Dios, no en ilusiones como una y otra vez prometen las ideologías.
La felicidad es un regalo que viene muchas veces cuando no es buscado, y que se debe tomar como se coge un pajarillo entre las manos, ni demasiado fuerte, pues muere, ni demasiado flojo, pues huye. Es un don de Dios al alma preparada. El obseso de la felicidad es como el que busca separarse de su sombra, nunca lo consigue. La felicidad es un fruto y una promesa. La felicidad tiene niveles que van desde lo más íntimo hasta lo más corporal. La felicidad en la vida mortal siempre pide más, porque es insaciable y sólo puede alcanzar su plenitud en la posesión de la comunión con Dios en la vida eterna.
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