para que sea auténtico,
debe costarnos.
Madre Teresa de Calcuta
Placer individual, aunque en compañía
(de Alfonso Aguiló)
En el ser humano no hay épocas de celo que garanticen el ejercicio instintivo de la sexualidad, como sucede con los animales. El hombre ha de controlar su sexualidad, que no puede reducirse a una necesidad biológica, sino que debe responder a una libre decisión. Cuando una persona no busca al otro o a la otra como fin, sino como un medio que proporciona un placer, podría decirse –en palabras de Carmen Segura–, que entonces, en esa actitud, hacer el amor sería más bien hacerse el amor, lo cual, evidentemente, tiene más que ver con la masturbación –pues se circunscribe a la búsqueda individualista de la propia satisfacción– que con el acto sexual, pues, en definitiva, aunque se realice por medio de otro, es algo que se hace para uno mismo. Cuando lo que se busca sobre todo es aplacar el ansia de sexo, ese placer no alcanza a satisfacer, aunque calme provisionalmente la apetencia, porque todo placer corporal desvinculado de lo espiritual resulta frustrante. Y su búsqueda aislada –individual o en compañía–, cuando se convierte en hábito, llega pronto a saturar y defraudar (y todo eso aunque resulte difícil dejarlo). Ese defraudamiento se produce, no solo respecto del placer obtenido, sino también y principalmente respecto de uno mismo. Tarde o temprano esa conducta acaba produciendo un desgarramiento interior, e incluso un rechazo y un menosprecio de uno mismo. Esa persona, aunque quizá le cueste reconocerlo hacia el exterior, se encuentra acostumbrada a la búsqueda de determinadas compensaciones, atada a ellas. Le parece casi imposible vivir sin ellas, pero cuando se las permite, e incluso en el mismo momento en que las está disfrutando, siente un desencanto de sí misma y del modo en que vive. Quizá desearía actuar de otro modo, emplear de otra forma sus energías, pero esa búsqueda de placer se ha convertido en cadena que ata, que pesa y que esclaviza. Aunque parezca una comparación exagerada, es semejante a lo que sucedía en aquellos antiguos banquetes romanos. Se buscaba el objeto del placer y después se vomitaba para volver a comer de nuevo. El objeto buscado, tanto en el caso del sexo como de la comida, no produce satisfacción completa y pacífica, y ha de ser continuamente repetido o sustituido. En el fondo, se siente poca estimación por él, pues es sobre todo un simple medio, tanto menos apreciado cuanto más se siente uno necesitado de recurrir compulsivamente a él. —Pero habrá un término medio.
En el ser humano no hay épocas de celo que garanticen el ejercicio instintivo de la sexualidad, como sucede con los animales. El hombre ha de controlar su sexualidad, que no puede reducirse a una necesidad biológica, sino que debe responder a una libre decisión. Cuando una persona no busca al otro o a la otra como fin, sino como un medio que proporciona un placer, podría decirse –en palabras de Carmen Segura–, que entonces, en esa actitud, hacer el amor sería más bien hacerse el amor, lo cual, evidentemente, tiene más que ver con la masturbación –pues se circunscribe a la búsqueda individualista de la propia satisfacción– que con el acto sexual, pues, en definitiva, aunque se realice por medio de otro, es algo que se hace para uno mismo. Cuando lo que se busca sobre todo es aplacar el ansia de sexo, ese placer no alcanza a satisfacer, aunque calme provisionalmente la apetencia, porque todo placer corporal desvinculado de lo espiritual resulta frustrante. Y su búsqueda aislada –individual o en compañía–, cuando se convierte en hábito, llega pronto a saturar y defraudar (y todo eso aunque resulte difícil dejarlo). Ese defraudamiento se produce, no solo respecto del placer obtenido, sino también y principalmente respecto de uno mismo. Tarde o temprano esa conducta acaba produciendo un desgarramiento interior, e incluso un rechazo y un menosprecio de uno mismo. Esa persona, aunque quizá le cueste reconocerlo hacia el exterior, se encuentra acostumbrada a la búsqueda de determinadas compensaciones, atada a ellas. Le parece casi imposible vivir sin ellas, pero cuando se las permite, e incluso en el mismo momento en que las está disfrutando, siente un desencanto de sí misma y del modo en que vive. Quizá desearía actuar de otro modo, emplear de otra forma sus energías, pero esa búsqueda de placer se ha convertido en cadena que ata, que pesa y que esclaviza. Aunque parezca una comparación exagerada, es semejante a lo que sucedía en aquellos antiguos banquetes romanos. Se buscaba el objeto del placer y después se vomitaba para volver a comer de nuevo. El objeto buscado, tanto en el caso del sexo como de la comida, no produce satisfacción completa y pacífica, y ha de ser continuamente repetido o sustituido. En el fondo, se siente poca estimación por él, pues es sobre todo un simple medio, tanto menos apreciado cuanto más se siente uno necesitado de recurrir compulsivamente a él. —Pero habrá un término medio.
Entre la gula y la huelga de hambre hay un amplio margen de posibilidades. No hay que vivir para comer, sino comer para vivir. Y el común de los mortales se permite sus pequeños placeres, aunque simplemente sea por concederse un capricho. Puede hacerse esto sin caer en dependencias ni hastíos. Es cierto, y por eso debo insistir en que las razones que acabo de apuntar no son de carácter moral, sino de tipo práctico. Es como si al decir que robar conduce al hábito de robar, porque los actos malos crean dependencia, se objetara que se puede robar de vez en cuando alguna cosilla sin crearse problemas de adicción. Eso es cierto, pero es que, además, robar no está bien, aunque no cree adicción.
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Contigo mientras me gustes
Como ha escrito Mikel Gotzon Santamaría, si una persona le dice a otra que le ama, el mismo lenguaje supone que en esa expresión hay un “para siempre”. No tendría mucho sentido que dijera: “Te amo, pero probablemente ese amor solo me durará unos meses, o unos años, mientras sigas siendo simpática y complaciente, o no encuentre otra mejor, o no te pongas fea con la edad.” Un “te amo” que implicara “solo por un tiempo” no sería una verdadera declaración de amor. Es, más bien, un “me gustas, me apeteces, me lo paso bien contigo, pero no estoy dispuesto a entregarme por entero a ti, ni a entregarte mi vida”. Una persona, o se entrega para siempre, o no se entrega realmente. Y si uno se ha entregado, la entrega del cuerpo es la expresión de la entrega total de la persona. Entregar el cuerpo sin haberse entregado uno mismo tiene cierto paralelismo con la prostitución, con la utilización de la propia intimidad como objeto de intercambio ocasional: dar el cuerpo a cambio de algo, sin haber entregado la vida. Solo dentro de un amor que no pone condiciones, de un amor que, por serlo, es entrega al otro, alcanza su sentido la mutua comunicación que se produce al llevar a término el acto sexual.
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