Cualquier persona –sobre todo si es padre de familia numerosa o profesional de educación infantil– puede ver cómo unos niños nacen siendo plácidos y tranquilos mientras que otros son desde el principio irritables y difíciles, o cómo unos son más activos y otros más pasivos, o unos más optimistas y otros menos. Cada persona nace con todo un bagaje sentimental, cuyo influjo estará siempre de alguna manera presente a lo largo de toda su vida. La pregunta es si puede transformarse ese equipaje sentimental con el que las personas venimos al mundo. ¿Se pueden transformar las reacciones habituales de aquellas personas que desde niños han sido, pongamos por caso, sumamente inestables, o desesperadamente tímidas, o terriblemente pesimistas?
Jerome Kagan, un investigador de la Universidad de Harvard que hizo unos extensos estudios sobre la timidez infantil, observó que hay un considerable porcentaje de niños que desde el primer año de vida se muestran reacios a todo lo que no les resulta familiar (tanto probar una nueva comida como aproximarse a personas o lugares desconocidos), y se sienten paralizados en las más variadas situaciones de la vida social (ya sea en clase, en el patio de recreo o siempre que se sienten observados). Kagan comprobó que cuando esos niños llegan a ser adultos, suelen ser personas que tienden a permanecer aisladas, sienten un fuerte temor si tienen que dirigir unas palabras ante un grupo de personas y, en general, se sienten incómodas cuando están expuestas a la mirada ajena.
Por otra parte, hay también un importante porcentaje de niños que desde muy pronto manifiestan una marcada tendencia a la tristeza y el mal humor: son proclives a la negatividad, se desconciertan con facilidad ante los contratiempos, parecen incapaces de dominar siquiera un poco sus preocupaciones y sus estados de ánimo, etc. Hay, por el contrario, otros muchos niños cuyos sentimientos parecen gravitar de forma natural en torno a lo positivo, y son naturalmente optimistas y despreocupados, sociables, alegres y con una gran confianza en sí mismos. Y esos estilos sentimentales de la infancia suelen perdurar después –estadísticamente hablando– en la vida adulta.
Las investigaciones de Jerome Kagan concluyeron con apreciaciones bastante alentadoras respecto a la capacidad transformadora de una adecuada educación. Los ejemplos anteriores ilustran cómo el temperamento innato nos predispone para reaccionar ante las situaciones ordinarias de la vida con un registro emocional positivo o negativo. Pero esto no significa que ese sustrato innato sea como un destino inexorable o una condena. Se puede cambiar, y mucho. Pero, eso sí, conviene empezar lo antes posible. Las lecciones emocionales que recibimos en la infancia tienen un impacto muy profundo, ya sea amplificando o enmudeciendo una determinada predisposición genética.
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