«Caminaba despacio con mi padre, cuando él se detuvo en una curva y, después de un pequeño silencio, me preguntó: “Además del canto de los pájaros, ¿escuchas alguna cosa más?”. Agucé el oído y le respondí: “Oigo el ruido de una carreta”. “Eso es —dijo mi padre—, una carreta, pero una carreta vacía”. Pregunté a mi padre: “¿Cómo sabes que está vacía, si aún no la hemos visto?”.
»Entonces mi padre respondió: “Es muy fácil saber cuándo una carreta está vacía, por el ruido. Cuanto más vacía va la carreta, mayor es el ruido que hace”.
»Entonces mi padre respondió: “Es muy fácil saber cuándo una carreta está vacía, por el ruido. Cuanto más vacía va la carreta, mayor es el ruido que hace”.
»Me convertí en adulto, y ahora, cuando veo a una persona hablando demasiado, interrumpiendo la conversación, siendo inoportuna o arrogante, presumiendo de lo que tiene o de lo que es, mostrándose prepotente o menospreciando a los demás, tengo la impresión de oír de nuevo la voz de mi padre diciendo: "Cuanto más vacía va la carreta, mayor es el ruido que hace". La humildad hace callar a nuestras virtudes y permite a los demás descubrirlas, y nadie está más vacío que quien está lleno de sí mismo.»
Es interesante el mensaje que nos deja este viejo relato. Cuando imaginamos el paso de una carreta llena de carga, esforzada, silenciosa, un poco hundida por el peso que lleva, esa imagen nos transmite una sensación de plenitud y de silencio. Y algo parecido sucede con las personas. Hay vidas que están llenas de contenido, de esfuerzo y de sentido. Suelen ser vidas activas y luchadoras, pero hacen poco ruido. Son vidas que no cuadran con los alardes grandilocuentes de actividad, ni con los excesos de protagonismo personal, ni con ese individualismo que suele delatar ocultas faltas de rectitud y de sentido de servicio.
Tengo el convencimiento de que la soberbia es la clave de casi todos los conflictos humanos. Formas de soberbia más o menos elaboradas, más primarias o más sutiles, pero siempre la soberbia está en la raíz de las actitudes que los provocan. En las personas más simples, se nota enseguida. En las más inteligentes, cuesta un poco más, pues con el tiempo van aprendiendo a disimularlo.
Cuando vemos que en torno a una persona los conflictos tienden a enconarse, o que surgen distanciamientos o desencuentros tontos, o que a su alrededor los equipos humanos se desunen o se rompen, casi siempre está detrás ese empeño vanidoso e histriónico de la soberbia. Puede adoptar muchas formas, pero casi siempre son variantes de lo mismo: ese afán un tanto ridículo por dejar constancia del propio mérito, la susceptibilidad enfermiza que quien se siente agraviado constantemente por auténticas simplezas, las pugnas y desavenencias absurdas por una pequeña cuota de protagonismo personal, los agradecimientos exigidos y contabilizados, las ayudas aparentemente desinteresadas pero que luego reclaman una sumisión perpetua, los consejos que se dan con aire liberal pero que luego se considera una traición que no se sigan. Todo eso suele estar tejido y comunicado por el correoso hilo de la soberbia, e identificado por la falta de calado y de silencio interior.
El que sabe, suele hablar poco; el que habla mucho, suele saber poco. El que profundiza en las cosas, suele hablar con prudencia y con mesura. Los que hablan a la ligera y hacen juicios precipitados sobre las personas o los asuntos, suelen hablar demasiado. Son personas que con su alma vacía hacen chirriar el ambiente en todo su entorno, como las carretas vacías. Y chirrían sobre todo porque les falta el aplomo de la verdad. Porque la verdad, sobre todo en las cosas más patentes e inmediatas, es lo que más enerva al soberbio, que ve a la verdad ahí, independiente de él, imponiendo todo el peso de sus exigencias intelectuales y morales. Porque la verdad fastidia su constante búsqueda de satisfacción personal, y eso no lo soportan.
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