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Es muy conocido aquel poema que Miguel Hernández compone a la muy sentida muerte de su amigo Ramón Sijé. Es una elegía preciosa que habla de la amistad entrañable de ambos y de la calidad literaria de su autor. La he leído muchas veces y en donde más me he detenido ha sido en la dedicatoria del poema. Dice así: “En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería”. Hay ediciones que corrigen el texto y ponen “A Ramón Sijé, a quien tanto quería”. Piensan que fue un desliz del poeta y que lo que quiso escribir es lo segundo. Pero, no, el texto correcto es el primero y al sentido de esa expresión me quiero referir.
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Mirado el asunto con detenimiento, no le falta razón al poeta para afirmar que hay espacios de nuestra biografía personal que sólo se alumbran con y en la presencia del tú. Espacios, relatos, experiencias, personas que se quieren porque las queríamos los dos. Solo no las querría, me podrían resultar indiferentes e, incluso, detestables, pero con el Otro (amigo, papá, enamorada, esposa, hijo) son actividades que amo, que realizo a gusto y con el afecto puesto en ellas.
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Ciertas cosas las amamos o queremos, porque las amamos ambos. Contigo tiene sentido esta actividad, sin ti cae en la indiferencia. Disfruto esta tarde de sol en la playa si estás a mi lado. Voy a esa reunión si tú vas. Es tanta la huella que deja la presencia y cercanía del otro en los modos personales de ser que muchas veces basta mirar con quien andas para saber quien eres. Las amistades como los amores nos pueden hacer mejor o peor personas.
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Hay cosas que sólo se hacen de a dos. Quizás esto explique porque decaen tantas actividades y rutinas cuando se va el otro: los chicos crecen y se van o un día fallece papá. En casa ya no es lo mismo: comidas que ya no se cocinan, ambientes que no se cuidan ni remodelan. Decae el tono vital, la ilusión se apaga. Jugar a la soga ya no tiene sentido si faltan los chicos. ¿Qué importa llegar cansado a casa si estás ahí, como dice la canción, para preguntarme cómo ha ido el día? Si ya no hay nadie que me espere en casa, ¿para qué apurarme en llegar? ¿Para qué esmerarse en la cocina si faltan comensales que aprecien los potajes? Efectivamente, ¡cuántas cosas queríamos juntos!
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Es tanta la sintonía de uno y otro, que siendo dos, queremos como uno. En algunos casos, el querer de uno es tan grande que sostiene el querer del otro; otras veces, quiero porque tú quieres; y hay casos, también, en los que amamos gracias a la suma de nuestros quereres: lo que me falta de querer lo pones tú y viceversa. No es extraño, por eso, que cuando el otro ya no está, algunas querencias decaen: músicas que dejan de escucharse, paseos que no se hacen más, lugares a los que ya no se va, personas que dejan de frecuentarse, planes que se vuelven insulsos.
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Bécquer ha sabido ver aquello que de irrepetible tiene el querer de a dos: “Volverán las tupidas madreselvas/ de tu jardín las tapias a escalar/ y otra vez a la tarde aún más hermosas/ sus flores se abrirán./ Pero aquellas cuajadas de rocío/ cuyas gotas mirábamos temblar/ y caer como lágrimas del día…/ ésas …no volverán!”. Y quien dice flores cuajadas de rocío, también recuerda aquella tarde de invierno, en medio del campo, a orillas de un riachuelo, cantando “canciones que son ilusiones, canciones que van por el aire en busca de algún corazón y son lo que son”.
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¿Y todo termina y se vuelve gris cuando ya no estás conmigo? Es una pregunta para cuya respuesta ecuánime conviene dejar pasar el tiempo. El vacío que deja la ausencia del ser amado -ya sea por su lejanía temporal, o por su marcha definitiva- ensombrece el futuro y el dolor parece irremediable. Lo saben bien los padres cuando el hijo deja el hogar, los amantes de amores imposibles, la viuda que llora desconsolada la muerte del esposo. Cuando el dolor por la ausencia es cercano, dice C. S. Lewis a los pocos días de la muerte de su esposa, que sólo hay “sentimientos, sentimientos, sentimientos. Vamos a ver si en vez de tanto sentir puedo pensar un poco”. Y cuando se piensa un poco, y las lágrimas por haber perdido el sol nos dejen ver las estrellas (Tagore), se ve con la cabeza y con el corazón que no es el final y que se hace camino al andar.
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Ciertamente, algunos tramos de la biografía personal quedan marcados por la presencia del otro y con su marcha terminan aquellos quereres que amábamos los dos. Ir a pasar el día en la playa de Puerto Eten tenía su encanto porque era una paseo que hacía con papás (nunca he sido hombre de mar, ni he vuelto a hacer esos pic nic de campo en la playa). Recuerdo, también, aquellas escapadas con papá a probar el cebiche en las nuevas picanterías que se abrían en Chiclayo antes de almorzar en casa. No eran escapadas con amigos, éramos él y yo. Los dos disfrutábamos cual hobbits en fiesta de cumpleaños. Ni el él ni yo hemos vuelto a repetir esas hazañas. Al cabo de los años, puedo decir que queríamos muchas cosas juntos, algunas de ellas clausuradas ya para siempre, pero, al igual que a tantos otros que saben de principios y finales, se nos ensancha el corazón para seguir amando en cada mañana que se abre como si fuera la primera mañana.
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Mirado el asunto con detenimiento, no le falta razón al poeta para afirmar que hay espacios de nuestra biografía personal que sólo se alumbran con y en la presencia del tú. Espacios, relatos, experiencias, personas que se quieren porque las queríamos los dos. Solo no las querría, me podrían resultar indiferentes e, incluso, detestables, pero con el Otro (amigo, papá, enamorada, esposa, hijo) son actividades que amo, que realizo a gusto y con el afecto puesto en ellas.
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Ciertas cosas las amamos o queremos, porque las amamos ambos. Contigo tiene sentido esta actividad, sin ti cae en la indiferencia. Disfruto esta tarde de sol en la playa si estás a mi lado. Voy a esa reunión si tú vas. Es tanta la huella que deja la presencia y cercanía del otro en los modos personales de ser que muchas veces basta mirar con quien andas para saber quien eres. Las amistades como los amores nos pueden hacer mejor o peor personas.
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Hay cosas que sólo se hacen de a dos. Quizás esto explique porque decaen tantas actividades y rutinas cuando se va el otro: los chicos crecen y se van o un día fallece papá. En casa ya no es lo mismo: comidas que ya no se cocinan, ambientes que no se cuidan ni remodelan. Decae el tono vital, la ilusión se apaga. Jugar a la soga ya no tiene sentido si faltan los chicos. ¿Qué importa llegar cansado a casa si estás ahí, como dice la canción, para preguntarme cómo ha ido el día? Si ya no hay nadie que me espere en casa, ¿para qué apurarme en llegar? ¿Para qué esmerarse en la cocina si faltan comensales que aprecien los potajes? Efectivamente, ¡cuántas cosas queríamos juntos!
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Es tanta la sintonía de uno y otro, que siendo dos, queremos como uno. En algunos casos, el querer de uno es tan grande que sostiene el querer del otro; otras veces, quiero porque tú quieres; y hay casos, también, en los que amamos gracias a la suma de nuestros quereres: lo que me falta de querer lo pones tú y viceversa. No es extraño, por eso, que cuando el otro ya no está, algunas querencias decaen: músicas que dejan de escucharse, paseos que no se hacen más, lugares a los que ya no se va, personas que dejan de frecuentarse, planes que se vuelven insulsos.
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Bécquer ha sabido ver aquello que de irrepetible tiene el querer de a dos: “Volverán las tupidas madreselvas/ de tu jardín las tapias a escalar/ y otra vez a la tarde aún más hermosas/ sus flores se abrirán./ Pero aquellas cuajadas de rocío/ cuyas gotas mirábamos temblar/ y caer como lágrimas del día…/ ésas …no volverán!”. Y quien dice flores cuajadas de rocío, también recuerda aquella tarde de invierno, en medio del campo, a orillas de un riachuelo, cantando “canciones que son ilusiones, canciones que van por el aire en busca de algún corazón y son lo que son”.
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¿Y todo termina y se vuelve gris cuando ya no estás conmigo? Es una pregunta para cuya respuesta ecuánime conviene dejar pasar el tiempo. El vacío que deja la ausencia del ser amado -ya sea por su lejanía temporal, o por su marcha definitiva- ensombrece el futuro y el dolor parece irremediable. Lo saben bien los padres cuando el hijo deja el hogar, los amantes de amores imposibles, la viuda que llora desconsolada la muerte del esposo. Cuando el dolor por la ausencia es cercano, dice C. S. Lewis a los pocos días de la muerte de su esposa, que sólo hay “sentimientos, sentimientos, sentimientos. Vamos a ver si en vez de tanto sentir puedo pensar un poco”. Y cuando se piensa un poco, y las lágrimas por haber perdido el sol nos dejen ver las estrellas (Tagore), se ve con la cabeza y con el corazón que no es el final y que se hace camino al andar.
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Ciertamente, algunos tramos de la biografía personal quedan marcados por la presencia del otro y con su marcha terminan aquellos quereres que amábamos los dos. Ir a pasar el día en la playa de Puerto Eten tenía su encanto porque era una paseo que hacía con papás (nunca he sido hombre de mar, ni he vuelto a hacer esos pic nic de campo en la playa). Recuerdo, también, aquellas escapadas con papá a probar el cebiche en las nuevas picanterías que se abrían en Chiclayo antes de almorzar en casa. No eran escapadas con amigos, éramos él y yo. Los dos disfrutábamos cual hobbits en fiesta de cumpleaños. Ni el él ni yo hemos vuelto a repetir esas hazañas. Al cabo de los años, puedo decir que queríamos muchas cosas juntos, algunas de ellas clausuradas ya para siempre, pero, al igual que a tantos otros que saben de principios y finales, se nos ensancha el corazón para seguir amando en cada mañana que se abre como si fuera la primera mañana.
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Por Francisco Bobadilla
Universidad de Piura
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