Desde que Thomas Malthus se equivocara, hace ya muchos años, al pronosticar que Inglaterra jamás podría soportar una población superior a diez millones de habitantes, han sido muchos los que continúan repitiendo periódicamente sus mismas y agoreras predicciones. El argumento siempre ha sido el mismo: si la población mundial continúa creciendo, el planeta camina inexorablemente hacia su ruina.
Sin embargo, si echamos una mirada a la historia, deberíamos ser comprensivos con Malthus. Hagamos un supuesto, remontándonos veinticinco o treinta siglos.
Si a los íberos que poblaban la ribera del río Manzanares antes de la llegada de los romanos, alguien les hubiera preguntado por la población máxima que podrían admitir aquellas tierras que ellos ocupaban, es muy probable que hubieran asegurado que allí no había caza para alimentar más que a unos pocos miles de personas; y que si hubiera más, se exterminaría a los elefantes y bisontes de que se alimentaban; y no habría madera para construir sus viviendas; y los pequeños campos cultivables serían insuficientes; etc.
Y si les hubieran dicho que allí, en esa zona en la que apenas había unos cuantos asentamientos dispersos a la orilla del río, tres mil años después iba a haber una ciudad de más de cuatro millones de habitantes —la actual Madrid—, lo más probable es que lo tomaran a broma. Pensarían que habría que estar loco para pensar que de aquellas tierras pudiera salir carne, frutas y cereales para alimentar a esa ingente multitud.
Y sin necesidad de remontarnos tanto, si en 1950 le hubieran preguntado a alguien qué ocurriría si se duplicara la población mundial, probablemente habría dicho que sería una tremenda catástrofe.
Sin embargo, eso es lo que ha sucedido —con creces—, y se supone que vivimos algo mejor que entonces. Es más —paradojas de la vida—, resulta que bastantes de los problemas actuales de Occidente provienen de los excedentes alimentarios, y es frecuente que se subvencione a los agricultores para que no cultiven determinadas tierras o para que disminuyan el número de cabezas de ganado.
Los pronósticos aterradores han sido moneda corriente durante los últimos cuarenta o cincuenta años. Se han vaticinado catástrofes tremendas que estaban ya a la vuelta de la esquina, si alguien no hacía algo inmediatamente para contener el amenazador boom demográfico.
Una de las más famosas predicciones fue la de los hermanos Paddock, que aseguraron que veríamos millones de muertos de hambre en los Estados Unidos. Sin embargo, sus profecías se toparon con una superproducción agraria sin precedentes.
Tampoco parece que se cumplieran los cálculos de Paul Ehrlich —cuyas tesis fueron durante años un auténtico dogma en todo el mundo—, cuando predijo que en los años setenta estallaría un conflicto a escala mundial, producido por el agobiante avance de la superpoblación, que causaría cientos de millones de muertes, provocaría guerras y violencia, y destruiría los recursos necesarios para mantener la vida sobre el planeta.
Todas esas negras predicciones han demostrado tener una fuerte carga de ciencia-ficción, pero muy poco de ciencia. Por ejemplo —como señala Robert L. Sassone—, es curioso que los veinte países con mayor escasez de alimentos sean países con poca población; o que la mayor parte del terreno potencialmente agrícola siga sin utilizarse; o que las grandes fases de desarrollo de los países hoy más industrializados hayan coincidido con fuertes crecimientos de población.
Frente a tantos progresos innegables que han acompañado al crecimiento de la población, los profetas del desastre solo pueden esgrimir hipotéticos riesgos futuros. Pero los fallos de pronósticos anteriores nos advierten de lo poco fiable de ese tipo de profecías. No se puede negar que hay bolsas de pobreza en torno a las grandes ciudades del mundo, y que hay regiones en las que se padece hambre, desnutrición, problemas de salud, mortalidad infantil, etc., pero hay que comprender que se trata de problemas complejos y que sus causas no son la simple presión demográfica.
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